Balterius

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7 de agosto de 2011

El día de los cuentacuentos




Ayer celebramos la primera edición (ojalá haya más) de Un día de cuento a la que siguió, tras un frugal picoteo, Una noche de cuento. Eso quiere decir que tuvimos cuentos desde las 18:00 hasta más allá de la medianoche; concretamente hasta que le arrebatamos el micro a Manuel Ferrero, que tenía tan pocas ganas de irse a su casa como nosotros de que se fuera.

Narrar es la forma más natural de embelesar a alguien. El éxito del narrador consiste en suspender la incredulidad del oyente o lector, de anular durante unos minutos los sentidos (los seis, incluyendo el sentido común) o más bien de subyugarlos a la propia narrativa. Cuando eso ocurre, uno viaja, por ejemplo, de las calles de Villabalter hasta un territorio mítico poblado por gigantes y dragones, o hasta los tiempos en los que Don Suero desafiaba a los caballeros en Hospital de Órbigo, o hasta las tierras mágicas donde lindan Maragatería y Bierzo y las xanas engañan a los hombres o incluso hasta una buhardilla parisina donde un pintor añora a su musa y se entrega al vino.

El escritor tiene la ventaja de la pausa; puede apelar al tiempo y dejar que la prosa se vaya sedimentando. Pero el cuentacuentos se enfrenta a su público sin esa ventaja; sus palabras resuenan unos segundos en el aire y desaparecen, como chasquidos nerviosos de un látigo, como si construyera castillos con pompas de jabón que refulgieran solo un instante antes de desvanecerse.

Los mejor fue sin duda ver a cinco cuenteros tan diferentes sobre el escenario. Pablo Parra es espontáneo como un grumete despistado; tiene una mirada de niño pillo, como si fuera un chaval de quince años que no deja de sonreír aunque acaben de pillarle mangando en el Carrefour. Fernando Hoja de Roble muta cuando cae la noche, y, dejando atrás el atuendo de payaso, destila un humor sarcástico que rezuma mala leche y que conecta al instante con el lado oscuro del respetable; si Krusty el payaso fuera maragato es probable que hubiera adquirido un aspecto semejante. El polvo en las sandalias de Sergio Fray Turienzo y su basto hábito de fraile andarín lo convierten en portador de un saber atávico, como si hubiera recorrido los caminos, las tabernas y las cocinas de todo el noroeste de la península para recopilar sus historias. Manuel Ferrero apela a lo tierno. Tiene el humor burlón del tío golfo de la familia que vacila a los niños, sonroja a los adolescentes y se pone serio cuando llegan los adultos. Y el Solito Trovador es la encarnación de la bohemia parisina, como un alma que se hubiera fugado del Cementario de Montparnasse, acordeón en ristre, para compartir con nosotros su melancolía perpetua.

Echando una mano por aquí y por allá revoloteaban las musas: Yasmín, Judit (verdaderos comodines balterianos) y Jara. Luis acompañó con el tambor a Solito Trovador y ambos hicieron de flautistas de Hamelin guiando al público por el pueblo.

Eran más de las doce cuando echamos el cierre. Hacía frío, aunque todos nos fuimos para casa con el calorcillo interior de todas las historias escuchadas. Como dijo alguien ayer, la belleza es efímera, sí, pero alguna brizna, alguna palabra, siempre se te queda enganchada y te la acabas encontrando cuando menos te lo esperas.

Hoy a las 22:30 los segovianos Pájaro Lunar nos traen su espectáculo infantil "El baúl de los secretos".


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